El muñeco de la mafia

Por María Paula Rubiano A.





Le decían El Duende, cuenta mi padre con una mirada llena de pánico. “Ese hombre era un diablo, un demonio enviado por Satanás. Ese hombre no era hombre” dice, tratando de apartar una imagen ficticia que se crea ante sus ojos. El temor que despertaba ese narcotraficante no solo en mi padre, sino en todos los habitantes de mi país, hacían creer que si podría ser una criatura maligna, un enviado del ángel caído.


Los recortes de prensa y noticias que he visto sobre él justifican ese pavor colectivo: no solo convirtió a mi país, Cocalombia, en el más peligroso del mundo, y a mi ciudad, Farrallín, en un antro de prostitutas caras, sicarios, droga y violencia, sino también en una ciudad fantasma con policías abaleados por otros policías, bombas con diferentes presentaciones en cada esquina (carro-bomba, caballo-bomba, pájaro-bomba, entre otros de un extenso arsenal) y dónde la ley del más fuerte- o el más armado- reinaba, y la gente buena y trabajadora como mi padre, debía permanecer lo más lejos posible de la calle, cualquier calle. Era un estado de sitio impuesto no por el poder ejecutivo de Cocalombia, sino por el presidente de Cocalombia: El Duende Boresca.


El Duende era el narcotraficante más poderoso del mundo. Controlaba las principales rutas de tráfico de drogas, armas y mujeres de Cocalombia y todo USAmérica. Sus únicos rivales eran una banda de Mariachis mexicanos que lograban camuflar armas en guitarras y violines, y mujeres en guitarrones. Pero en el negocio de la nieve mágica, del Joy Powder, El Duende era el único, el más grande. Obviamente en sentido figurado, pues Boresca no medía más de un metro con 20 centímetros. Sus desproporcionadas medidas (una cabeza demasiado grande respecto al cuerpo), sus brazos cortos y pequeños dedos rollizos adornados con estrafalarios anillos de oro y esmeraldas, su cuello ataviado con cadenas moldeadas en forma de serpiente, sus pies torcidos siempre en unos bubblegummers que remataban unas piernas de bebé, sumados a su peculiar tono de voz –algo así como un híbrido entre un delfín y un grito gutural- y a su caminar pausado y difícil, daban la impresión de estar presenciado a un ente demoníaco cuyos pequeños ojos parecían hechos del más negro y espeso petróleo. Un ente que parecía salido de un aquelarre llevado a cabo en las profundidades de la tierra.


Exceptuando su estatura, todo en su vida era exceso: alcohol, mujeres, balas, muertos, sangre, drogas, billetes verdes, azules, naranjas, balas, comida, boleros, fiestas, orgías, balas, balas, balas. Pero tal vez lo más ostentoso que tuvo El Duende Boresca fue una versión en miniatura del extraordinario palacio que en 1654 el emperador mogol Sha Jahan construyó en honor a su esposa preferida, Mumtaz Mahal: El Taj Mahal. El Duende haciendo uso de sus extraordinarias capacidades intelectuales le puso el creativo nombre de Majal Tah.
Este palacio ubicado en medio de la Amazonía cocalombiana, se camufló de aviones, radares y helicópteros durante 30 años, hasta que fue descubierto por un distraído biólogo que buscaba mutaciones en fauna y flora amazónica tras la explosión del volcán radiactivo del Chimborazo, en Ecuador. El Palacio es una réplica exacta del original en India, solo que su tamaño y el de todo su mobiliario está adecuado a las proporciones del Duende.


Las paredes, hechas en mármol, piedra arenisca o piedra pulida, están decoradas con piedras preciosas y semipreciosas: jades, rubíes, amatistas, diamantes, pero principalmente –aquí difiere del original- esmeraldas “pues hay que apoyar a las empresas nacionales” decía. Otra diferencia se puede observar en la capilla: en vez de motivos de plantas como tiene la mezquita del original, hay en las paredes mosaicos hechos de piedras semipreciosas y vidrio pulido sobre las doce estaciones de Cristo. En la cúpula interna de este mismo recinto, se encuentra un mosaico con la imagen del divino niño.


El resto de edificio replica de manera exacta al original: los inmensa jardines, la intricada decoración y tallado en paredes y techos, los balcones, las habitaciones con sensuales aceites aromáticos y camas con almidonadas sabanas que invitan al disfrute de los placeres carnales (estas camas eran más bien sillones grandes para las personas de tamaño normal). Pero es el mausoleo lo que reproduce con mayor fieldad al Palacio original: un sultán caído, traicionado por su hijo, con el único amor de su vida: su esposa, en el caso del mongol, y en el del narco, incrustada en la mitad de la frente, una bala.

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