Crónica de una sombrilla chorreante y un beso.

Por Luz María Vélez

Mi sombrilla mojaba a chorros de agua a la señora que estaba sentada en frente de mi. “Se va a enojar y me va insultar”, pensé, sin saber que esa mañana en el metro no sería yo quién saldría insultada. Hacía cinco minutos había tomado el metro en la estación Ayurá, afuera estaba cayendo una tormenta de estas que suelen caer en los últimos diciembres en Colombia, luego de subirme en el último vagón me desplacé como pude entre la gente hasta quedar de pie enfrente de una señora robusta y con cara de malhumor. Dos estaciones más tarde el vagón estaba a punto de reventar, estábamos todos encima de todos, de la forma más incómoda posible. Obligada por la situación tuve que usar ambas manos para sostenerme del pasamanos que estaba arriba de mí, y junto con mis brazos subí también la sombrilla que tenía colgando de la muñeca, lo que provocó que le chorreara toda el agua a la señora malhumorada.

Habría seguido absorta en mis pensamientos sobre la sombrilla y la importancia de no mojar a la señora, si no hubiese sido por las tres personas que estaban sentadas en las sillas continuas a la mujer. Se trataba de dos chicas y un joven, ninguno mayor de 20 años, que encarnaban una escena peculiar. El chico tenía el cabello largo y despeinado, usaba un jean roto y una camiseta de Mario Bross que decía “Juega”, como dando una orden. Sobre sus piernas llevaba un computador portátil, en el que jugaba carreras de autos como si estuviera en su casa y no en un medio de trasporte público en plenas navidades, donde los ladrones acechan por doquier. Con el joven estaban las dos muchachas, la primera llevaba el pelo corto y un vestidito a media pierna, se veía asustada y buscaba algo desesperadamente entre su morral; la segunda chica llamaba la atención pues estaba completamente cubierta, llevaba botas, un pantalón ancho, una chaqueta muy gruesa, un gorro de lana, guantes, y una bufanda azul que le envolvía el cuello y toda la cabeza, si acaso se veía por momentos el rastro de lo que creo eran sus ojos.

Lo peculiar de los chicos, además del hecho de que el sujeto estuviera jugando ahí en medio del caos que se vivía en ese vagón -realmente no podía creer que lo hiciera- es que por momentos las dos chicas se miraban tiernamente y la primera le decía a la otra cosas como “todo va a estar bien” o “ya casi llegamos”, acompañando cada frase con una caricia en el hombro, o un abrazo. Cuando ya habíamos pasado la estación San Antonio y yo creía que no iba salir viva del Metro por tanta gente que tenía encima, las dos chicas, en un instante cualquiera, se besaron. Casi nadie lo notó, el desorden era tanto que lo último que estaba haciendo la gente era ver que hacían los demás, o por lo menos eso pensé...

¡Me estoy ahogando!”, dijo en un momento la chica de bufanda, mientras tocía incontrolablemente. Dada la forma como estaba vestida y el clima inclemente de la ciudad no era difícil adivinar que estaba enferma. Si yo, que estaba ahí arriba de pie y tenía los pulmones sanos, ya no podía respirar, ¿cómo estaría la pobre chica? Cada vez que el metro se detenía en una estación se subía más gente y no se bajaba nadie, de hecho se escuchaban gritos que pedían que no se subiera nadie más, porque no cabíamos. La joven seguía tosiendo cada vez más fuerte haciendo un estruendo terrible, se escuchaba como una lata cayéndose por una escalera. El muchacho del computador guardó todo rápidamente e intentaba calmarla, mientras la otra chica la cogía de las manos.

-Tenemos que bajarla, parce ¡se va a ahogar!
-No, no ella alcanza a llegar a Hospital, ¿cierto?

La muchacha no pudo contestar porque respiraba entrecortada, y seguía tosiendo mientras levantaba los brazos.

- Listo, bajémonos en Prado, tiene que respirar. Tranquila mi amor, ya nos bajamos.

El joven se levantó como pudo, y comenzó a gritar: “¡Denme permiso por favor, mi amiga se está ahogando, tenemos que salir!”. La pobre muchacha se veía muy mal, se puso de pie junto con su compañera y se disponían a salir cuando se encontraron con la mirada fría de un señor barbado, gordo, que vestía un pantalón a cuadros y una camisa terriblemente mojada:


-¿Que le de permiso? ¿Usted es que cree que no las vi? No me crean pendejo, yo no le voy a dar permiso a putas como ustedes que se andan dizque besando, no tienen vergüenza.


-Señor ¡Denos permiso!

La frase se escuchó como una súplica, al muchacho no le importó lo que acaba de escuchar, solo sabía que tenía que bajarse porque su compañera estaba realmente mal.


-¡No les voy a dar permiso! Sinvergüenzas que no conocen a Dios, ¡si se va a morir que se muera! ¿Quién la manda a andar dizque de lesbiana?

La palabra “lesbiana” coincidió con el instante en que las puertas de la estación Prado se abrían, la cara de la gente era de completo asombro: el hombre no se movió ni un centímetro para que la chica, que casi vomitaba de tanto toser, pudiese salir.

Al ver lo que pasaba, un grupo de personas salió en masa de la estación para abrirle espacio por otra ruta a los tres jóvenes, que salieron como pudieron y quedaron en la plataforma de la estación con el resto de gente que salió para abrirles paso. Luego del suceso todo siguió igual, hasta la lluvia estaba idéntica, como si no hubiera pasado nada.

¿Será que nadie más estaba tan anonadado como yo? Una sabe que Medellín es una ciudad conservadora, intolerante, agresiva con el diferente , y en general enfermizamente católica, pero una cosa es saberlo y otra es vivir un momento como el que acababa de pasar. Según la Personería de Medellín la comunidad LGTBI (lesbianas, gays, transexuales, bisexuales e intersexuales) se ha incrementado en los últimos 10 años en la ciudad, pero no se tiene una cifra exacta de cuántos son.

Hace dos años se conoció en los medios que el último vagón del Metro se había convertido en un lugar de encuentro para la comunidad LGTBI, y aunque con el tiempo eso ha perdido relevancia todavía se pueden ver esporádicamente grupos numerosos de personas homosexuales. ¿Qué tanta es la intolerancia que tiene un habitante promedio de esta ciudad hacia la homosexualidad? ¿Hasta dónde puede llegar esa absurda homofobia? ¿Realmente se trata de “tolerar” a estos seres humanos, como si fueran una molestia que hay que “aguantar” y no un ser humano que merece respeto?

Tal vez la chica de bufanda azul no fue consciente en ese instante del acto de agresión y discriminación del que fue víctima. Yo misma conozco historias cercanas de parejas homosexuales que han sido sacadas de las estaciones del Metro por andar caminando de la mano ¿Eso es la "Cultura Metro"?

Ya me acercaba a la estación en la que debía bajarme, noté lo mojada que estaba la rodilla de la señora malhumorada. Me disponía a prepararme para salir cuando levanté la mirada y alancé a leer en un letrerito de esos que pegan dentro del Metro: “¿Ves como anormales a quienes no se relacionan con el sexo igual que vos? ¡bájate de esa nube! Que todos merecemos respeto”... y entonces entendí el significado puro de la palabra ironía.

Me bajé del Metro, salí de la estación, y caminé lo más normal que pude. No sé si a nadie más le esté rondando en la cabeza lo que pasó, no sé si nadie más esté pensando en la discriminación, en la homofobia, en la "Cultura Metro". Pero yo definitivamente no puedo encontrarle nada de malo a un beso tan tierno como el que vi esa tarde.. camino y me sigue retumbando una frase en lo más humano de mi: “¡Si se va a morir, que se muera!”.

One Response to Crónica de una sombrilla chorreante y un beso.

  1. Camilo says:

    Muy buen articulo, Deberiamos hacer una acción masiva de besos sorpresa en el metro.

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